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Con Días y Ollas Venceremos

San Martín no quería deber la ocupación de lima al éxito de una batalla, sino a los manejos y ardides de la política. Sus impacientes tropas, ganosa de habérselas cuanto antes con los engreídos realistas, rabiaban mirando la aparente pachorra del general; pero el héroe argentino tenía en mira, como acabamos de apuntar, pisar Lima sin consumo de pólvora, lo que para él importaba mas, exponer la vida de sus soldados, pues en verdad no andaba sobrado de ellos.



En correspondencia secreta y constante con los patriotas de la capital, confiaba en el entusiasmo y actividad de estos para conspirar, empeño que había producido ya, entre otros hechos de importancia para la causa libertadora, la defección del batallón. Pero con frecuencia. , Los espías y las partidas de exploración o avanzadas lograban interceptar las comunicaciones entre San Martín y sus amigos, frustrando no pocas veces el desarrollo de un plan. Esta contrariedad, reagravada con el fusilamiento de los españoles a quienes sorprendían con cartas en clave, traía inquieto y pensativo al emprendedor caudillo. Era necesario encontrar a todo trance un medio seguro y expedito de comunicación. Preocupado por este pensamiento paseaba una tarde el general, acompañado de Guido y de un ayudante, por la larga y única calle de Huaura, cuando, a inmediaciones de l puente, fijo su distraída mirada en un caserón viejo que en el patio tenia un horno para fundición de ladrillos y obras de alfarería. San martín tuvo una de esas repentinas y misteriosas inspiraciones que acuden únicamente al cerebro de los hombres de genio y exclamó para sí:

- ¡ Eureka! Ya esta resuelta la X del problema. San martín se entendió con el dueño de casa y el alfarero se comprometió a fabricar olla con doble fondo, tan diestramente preparada que el ojo mas experto no pudiera descubrir la trampa. El indio dueño de la casa hacia semanalmente un viajecito a lima, conduciendo dos mulas y en una de estas se encontraba la olla revolucionaria llevando en su doble fondo cartas importantísimas.

Don Francisco Javier de Luna Pizarro fue el designado a entenderse con el ollero. Pasaba este a las ocho de la mañana pregonando: ¡ Ollas y platos! ¡Baratos, baratos! Casa había en la que para saber la hora no se consultaba al reloj, sino el pregón de los vendedores ambulantes. La lechera indicaba las seis de la mañana. La tisanera y la chichera de Terranova daba su pregón a las siete en punto. El bizcochero y la vendedora de leche-vinagre, exactamente a las ocho. La tamalera a las diez. A las doce aparecía el frutero. Y así sucesivamente.

Pedro Manzanares, mayordomo del señor Luna Pizarro, era un negrito, leal a su amo y muy mimado por él. Jamás dejaba de acudir al pregón y pagar un real por una olla de barro; pero al día siguiente volvía a presentarse en la puerta gritando: -Oiga usted, so cholo ladronazo, con sus ollas que se chirrean toditas... ya puede usted cambiarme esta que compre ayer. El alfarero con gusto cambiaba la olla. Tanto se repetía esta escena, que un día el barbero cansado de esa escena se peleó con manzanares. Quien sabe si tal escenita habría levantado sospechas pero afortunadamente ese había sido el ultimo viaje del alfarero. Cuando el indio, a principio de junio, le llevó a san martín la primera olla con las cartas secretas, después de leerlas, volvió a sus ministros y les dijo sonriendo: escriban, santo, seña y contraseña para hoy, con días y ollas venceremos!

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Todas estas anécdotas están de cabeza, no entiendo nada. Difícil tarea la que tenemos, debemos leerlas bien y ordenárlas  de modo que tengan nuevamente sentido.Mucha paciencia y concentración necesitaremos.


 


Primera:


Al final, un profesor en la audiencia le hizo una pregunta. El chofer no tenía ni idea de cuál podía ser la respuesta, sin embargo tuvo una chispa de inspiración y le contestó:

Después de varios días de viaje, Einstein le comentó al chofer lo aburrido que era repetir lo mismo una y otra vez.

Einstein estuvo de acuerdo y antes de llegar al siguiente lugar, intercambiaron sus ropas y Einstein se puso al volante.

Se cuenta que en los años 20 cuando Albert Einstein empezaba a ser conocido por su Teoría de la Relatividad, era con frecuencia solicitado por las universidades para dar conferencias Dado que no le gustaba conducir y sin embargo el coche le resultaba muy cómodo para sus desplazamientos, contrató los servicios de un chofer.

Llegaron a la sala donde se iba a celebrar la conferencia y como ninguno de los académicos presentes conocía a Einstein, no se descubrió la farsa:

El chofer expuso la conferencia que había oído repetir tantas veces a Einstein.
 “La pregunta que me hace es tan sencilla que dejaré que mi chofer, que se encuentra al final de la sala, se la responda”.

“Si quiere -le dijo el chofer- lo puedo sustituir por una noche. He oído su conferencia tantas veces que la puedo recitar palabra por palabra.”

Segunda:


“Había unos cuarteles del cementerio de los que se habían perdido los registros. Me encargaron que hiciera la lista de los muertos. Me iba los fines de semana a fichar a los muertos, y recuerdo que me pagaban por muerto”, recordó entre risas.

Entre los tantos “trabajos alimenticios”, como los califica, Vargas Llosa destacó uno en el que se dedicaba a fichar cadáveres, que realizaba los fines de semana en el Cementerio Presbítero Maestro de Lima.

El premio nobel de literatura Mario Vargas Llosa contó en Enfoque de los Sábados de RPP anécdotas poco conocidas de su vida, como el haber tenido siete trabajos mientras estudiaba en la universidad.
Tercera:

“No, señores, insistió; he dicho Miguel Grau, y no me he equivocado; mi intención ha sido beber una copa por Miguel Grau”. Aquello pasó de los límites de lo posible. Con secas y breves palabras de protesta, todos se retiraron de la sala. Era el único camino que quedaba, si no querí­a darse a esa absurda escena un desenlace sangriento. La cadena de la hospitalidad terminó junto con la reunión y todos los jefes se dirigieron a sus respectivos cuarteles confundidos por aquel contratiempo.

Se levantó para contestar el brindis uno de los marinos argentinos, y pidió una copa por otra figura inmortal de la historia americana, por un héroe legendario, cuya gloria bastaba por sí sola para dar honor a un continente, por un marino que debió alumbrar al mismo océano en la reciente guerra del Pací­fico, por uno de esos guerreros sublimes, ante los cuales el sentimiento de la nacionalidad desaparece para dejar sólo en el alma el sentimiento de la admiración.

Aceptada la invitación, todos se dirigieron al Club, donde los marinos argentinos fueron presentados a los que allá estaban, y donde se les atendió con la misma galanterí­a, mientras se preparaba rápidamente la cena.

El cónsul argentino en Chile, ofreció una comida a la oficialidad chilena, a la cual asistió el Comandante General chileno. La reunión se realizó sin ningún contratiempo y terminada la reunión y para devolver el gesto el comandante chileno invito al cónsul y sus oficiales al Club Valparaíso.

Las copas volvieron a caer llenas sobre la mesa, y pasado el primer momento de asombro, que casi no habí­a dejado lugar a indignación, circuló naturalmente por los asientos un aire amenazador.

Todos veí­an ya brillar en los labios del marino argentino el nombre de Prat (héroe de la Marina Chilena), y con la copa levantada esperaban que fuese pronunciado ese nombre querido. “Por un héroe eminentemente americano”, continuó el marino argentino; “por el inmortal marino a quien todos los que seguimos la carrera del mar debemos tomar como ejemplo y como modelo: por Miguel Grau”.

El mismo Comandante argentino quedó sorprendido de la inesperada intervención de su oficial, y notando la impresión desastrosa que sus palabras habí­an producido trató de salvar aquella situación imposible: Señores, dijo, mi compañero se ha equivocado sin duda; poco habituado a los nombres, ha confundido seguramente el de Grau con el de Prat; su intención ha sido pedirnos una copa por Arturo Prat.

Una vez en el comedor, y llenadas las copas de champaña, un militar chileno propuso vaciarlas en homenaje a un gran guerrero americano que simbolizaba la fraternidad de Chile y la Argentina, y cuyo nombre glorioso, que vivirá siempre en la historia y en el corazón de los dos pueblos, serí­a perpetuo lazo de unión para ambos: en homenaje al General San Martí­n.

Difí­cil serí­a pintar la impresión que causaron estas palabras; una bomba que hubiese estallado en medio de la sala no habrí­a producido un movimiento igual de estupor.



Cuarta

El artífice se empeñaba en que su excelencia tomase en sus manos el dije para que examinara la delicadeza y gracia del trabajo; pero don Ramón se excusó diciendo: -¡Eh! No..., no..., está cargado..., no juguemos con armas peligrosas...
Y corrían los días, y el cañoncito permanecía sobre la consola, siendo objeto de conversación y de curiosidad para los amigos del presidente, quien no se cansaba de repetir:

Acercose un joven a su excelencia y le obsequió, en prenda de afecto, un dije para el reloj. Era un miscroscópico cañoncito de oro montado sobre una cureñita de filigrana de plata; un trabajo primoroso; en fin, una obra de hadas.
-¡Eh! Gracias..., mil gracias por el cariño -contestó el presidente, cortando las frases de la manera peculiar suya, y solo suya.
-Que lo pongan sobre la consola de mi gabinete -añadió, volviéndose a uno de sus edecanes.

Estaba don Ramón en su primera época de gobierno, y era el día de su cumpleaños (31 de agosto de 1849). En palacio había lo que en tiempos de los virreyes se llamó besamano, y en los días de la República, y para diferenciar, se llama lo mismo. Corporaciones y particulares acudieron al gran salón a felicitar al supremo mandatario.

Y tales eran los aspavientos de don Ramón, que los palaciegos llegaron a persuadirse de que el cañoncito sería algo más peligroso que una bomba Orsini o un torpedo Withead.

-¡Eh! Caballeros..., hacerse a un lado..., no hay que tocarlo..., el cañoncito apunta..., no sé si la puntería es alta o baja..., está cargado..., un día de estos hará fuego..., no hay que arriesgarse..., retírense..., no respondo de averías...

¿Qué había pasado? Que el artífice aspiraba a una modesta plaza de inspector en el resguardo de la aduana del Callao, y que don Ramón acababa de acordarle el empleo.
Al cabo de un mes el cañoncito desapareció de la consola, para ocupar sitio entre los dijes que adornaban la cadena del reloj de su excelencia. Por la noche dijo el presidente a sus tertulios: -¡Eh! Señores..., ya hizo fuego el cañoncito..., puntería baja..., poca pólvora..., proyectil diminuto... ya no hay peligro... examínenlo.

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